Silencio
en la plaza . Nerja
Se oía el silencio.
Un rayo de luz entraba por el orificio de la ventana y formaba un camino donde
las partículas de polvo entraban y salían a placer. De vez en cuando, una mosca
atravesaba el rayo. Se hacia visible.
Un soplo de aire era
suficiente para que las motas de polvo aumentasen su velocidad y pasasen por el
camino raudas a perderse en la inmensidad de la habitación.
El silencio era total, no circulaban coches
por la carretera, y hasta que no entraba alguna bestia al banco del herrador no
se escuchaba el repique del martillo en el yunque. Entonces se oía una música
que no rompía la tranquilidad de la mañana.
Era un día de sol de
invierno, la “recacha” estaba a tope. Todos los que no habían salido a trabajar
al campo, se colocaban contra la tapia, al sol, protegidos del viento. Llevaban
ya tantos días que no tenían nada que contar, hacía tiempo que había acabado la
guerra. Las historias las tenían más que contadas. La rutina era diaria y hasta
que no llegase la “temporá”, no había nada que hacer.
Durante la temporada
era otra cosa, coincidía con el final del invierno, ya entrando la primavera, y
el bullicio en la plaza cambiaba completamente.
Las reatas de mulos
cargados de "cañadú" parecían no tener fin. Las bestias casi no
hacían ruido, sólo se oía el ritmo del trote al caminar sobre el empedrado,
conocían el camino y obedientes, no había que arrearlas. Todo lo contrario de
cuando aparecía el carro de “Nazareno”, los bueyes eran muy torpes y la boca de
José echaba lumbre, los votos retumbaban contra las paredes y parecían salir de
la habitación, sobre todo cuando entraba al callejón de la Torna, donde su
estrechez casi no permitía dar paso al carro.
El ingenio no estaba
lejos y el humo de su chimenea inundaba todo el pueblo de olor a melaza. Muchos
años más tarde, al pasar por Salobreña, recordaba al olor de juventud. En la
vega del Guadalfeo, duraron los cultivos de caña de azúcar hasta nuestros días,
y me venía a la memoria la retahíla de votos del “Nazareno”.
La “temporá” duraba
unos meses, después de ella, ya no era lo mismo. Con el buen tiempo aparecían
algunos coches por la plaza y los chiquillos formábamos remolinos a su
alrededor, para ver con detalle la marca y todas las características. El que se
llevaba la palma, era el "tiburón", nos parecía un coche de carreras
y nos hacía soñar con recorrer otros mundos lejos de la tranquilidad de la
Ermita.
Con los primeros coches aparecieron los primeros turistas, madrileños y franceses, que eran distintos a los forasteros que habíamos tenido hasta entonces. El ambiente de la plaza cambió.
Con los primeros coches aparecieron los primeros turistas, madrileños y franceses, que eran distintos a los forasteros que habíamos tenido hasta entonces. El ambiente de la plaza cambió.
La fonda de doña
Rosario estaba a tope, ya no salían a la puerta sólo las vecinas. Los
madrileños se unían a la tertulia y era más cosmopolita. La voz cantante la
llevaban ellos y los del pueblo escuchábamos historias de otros mundos.
Lo que vino después
ya lo conocemos, cerró la fábrica de azúcar, se acabó la temporá. Nos dedicamos a criar turistas.
Por suerte también se
acabaron las mañanas en la “recacha”.
Miguel Bueno