18 diciembre 2005

Mis animales y otros recuerdos



El León comía aparte. No entraba en casa, a lo más que llegaba era a poner la pata en el escalón. No sé porqué cada día estaba más delgado, se le notaban todas las costillas, hasta que un buen día se murió. Frasquito lo ató muy bien y nos fuimos a enterrarlo al tablazo, en la pedriza, en un buen cucón. Lo sorprendente es que con nosotros vinieron todos los demás perros de los cortijos vecinos y no tan vecinos, algunos estaban a una hora de camino, y en silencio, sin dueños y sin ladrar nos acompañaron todo el rato del entierro. Ante mi sorpresa, fui preguntando a Frasquito:
- Este viene del barranco de la Iglesia.
- Este de río de la Miel.
- Este del cortijo de Doña Estefanía.
- Este de los Jiménez
- Este …
Y así hasta más de diez perros que nos acompañaron en el duelo, sin que nadie les avisase ni tocasen a difuntos.

El pájaro no tenía nombre propio, a lo más que llegaba era a pájaro perdiz, pero se le nombraba como “el pájaro”, como si fuese el único pájaro del mundo. Siempre estaba en su jaula, unas veces dentro de la casa y otras al sol de la mañana. Era una jaula cónica, con su comedero y bebedero en la que los movimientos del ave eran mínimos, casi venía justa para su cuerpo. Algunas tardes sí saltaba, parecía que nos conocía, era cuando volvíamos de cazar saltamontes. Si Dolores tenía un hueco, salíamos con una rama de bolina y un canuto de cañavera a buscar cigarrones por los alrededores del cortijo, en un momento llenábamos nuestros respectivos canutos y al acercarnos a la casa el pájaro cantaba y saltaba de alegría. El pájaro era una reliquia de tiempos mejores, cuando Frasquito aún cogía su escopeta y venía con dos o tres perdices.

Romero era noble, con su cuartilla de cebada entre la paja se conformaba. Si había que ir al pueblo, ese día, tenía un puñado de habas secas como premio. No daba ninguna guerra, se dejaba aparejar con parsimonia, era un rito en el que Frasquito se tomaba todo el tiempo del mundo, los caminos eran duros, de montaña, y el aparejo debía estar bien ceñido. Era el mismo mulo que cuando yo no era capaz de aguantar las dos horas de camino, me traía metido en el capacho, y ahora, cuando el viaje era de noche, sujetándome a su cola me llevaba sin ningún tropiezo hasta el cortijo.

La Liebre era tranquila, aún no sé el motivo de su nombre, aunque su pelo era algo tordo, y por eso quizás la bautizaran así. Con un celemín de yeros y lo que ella se agenciaba, todos los día nos daba leche para la familia, que se reducía a los niños, los mayores tomaban café de cebá (cebada tostada). Con el resto de la leche Dolores hacía queso, utilizando el cuajo del chivo del año anterior y la pleita de esparto para darle forma.

El gorrino vivía como un marqués, casi todos los días había mondas de papas que Dolores cocía y amasaba con afrecho para prepararle su comida, además tenía su ración de maíz y su poza para revolcarse. No se escatimaba en su alimentación, claro que todo era para su San Martín en que la fiesta la bailábamos todos los demás.

Las lagartijas tienen otra historia; con los primeros cigarrillos de yesca que fumábamos a escondidas y unas pajitas nos dedicábamos a insuflarle el humo del tabaco en la boca del infeliz animal, al que le entraba unas tembladeras que parecía el mal de San Vito. Mientras estaban drogadas, jugábamos con ellas con más pena que gloria hasta que después de un rato al sol se les pasaba el efecto.

El hurón no era nuestro, lo tenían en un cortijo vecino y me caía muy mal, no sé si porque se metía en las madrigueras a comerse los conejos o porque estaba atado con una cadena y me daba susto, o porque había escuchado que no estaba permitido tenerlo para las cacerías, el caso era que le tenía manía y no quería ir de visita a ese cortijo con el hurón en la puerta.

Los zorros habían criado en la loma Blanca, en una antigua calera frente al cortijo y todas las mañanas los veíamos retozar. El macho de barbas blancas, no se inmutaba cuando nos cruzábamos por el camino, sabía muy bien que estábamos de paseo y Frasquito no llevaba la escopeta.

Las mininas siempre estaban hurgando en la pila de orujo de uva, no se separaban mucho del cortijo, tenían una entente cordial con el zorro. Nosotros nos dedicábamos a poner nidos con huevos hueros entre lo pencales para que la recogida de la puesta no fuese muy difícil. Al atardecer, Dolores las llamaba, les premiaba con un poco de cebada y ellas solitas iban entrando al gallinero.

De los gatos no me acuerdo, hacían su vida, se buscaban su sustento y no se metían con nadie ni nosotros con ellos.