29 enero 2007

Historia de Julián y Eulalia




Julián fue a enamorarse de una moza del pueblo vecino, a cuatro leguas de Pacanda. Los sábados cogía la caja de los zapatos nuevos, y con ella bajo el brazo se ponía en camino pertrechado con sus albarcas. Al llegar al ventorrillo se cambiaba para entrar en el pueblo como un señor.
Eulalia, su amor, le esperaba en la ventana desde primera hora de la tarde. Quería ser la primera en verlo llegar y desde la mañana estaba impaciente por otearlo subiendo la cuesta del Santo Cristo.
Al llegar a la ventana, a Julián no le salía la voz del cuerpo. De la emoción le temblaba el labio y no podía articular palabra. A Eulalia no le importaba. Al ver el buen porte de su mozo, plena de gozo, tenía que sujetarse a la reja para que el temblar de sus piernas no le denunciase…
Así, mudos, quedaban los dos enamorados y mirándose a los ojos pasaban las horas sin sentir. Con las últimas luces del atardecer Julián acercaba su cara al alféizar de la ventana y Eulalia le dejaba un beso en los labios. Desde ese momento, Julián no movía un músculo de la cara para que el sentir no fuese a perderse. Caminaba despacio con el beso en los labios y sin volver la cara atrás, cogía cuesta abajo hasta adentrarse en la oscuridad del camino. No necesitaba luz, tenía los pasos contados, y aunque con cada paso que daba le parecía romper un sortilegio, llegó a su casa con la calentura en la boca. Había tenido suerte y al no cruzarse con nadie, a nadie tuvo que saludar y pudo guardar hasta la cama el beso que Eulalia le ofreció.
Entonces, despierto, dejaba correr su imaginación. Le gustaba soñar con la casa que había hecho para su Eulalia; tenía unas ventanas grandes, sin rejas, un gran banco corrido por toda la fachada muy bien blanqueado, una parra para dar sombra en verano, el horizonte de la mar a lo lejos y los picos de la sierra Arajimal tan cerca que parecían tocarse…
Si, es cierto. El hijo de Julián no lloraba. Se criaba como un bendito. Tragaba como un descosido. Se veía hacer. ¿Quién lo diría? Con esas teticas que tenía Eulalia que le cabían a Julián en una mano, y esos pezones duros como lanzas cuando los acariciaba su Julián.
El susto se lo llevaron cuando después de nacer, esperaban a la comadrona para que les hiciese los boquetes en los pezones. Nunca habían visto a una parturienta y no imaginaban que la leche salía por su ser.
-Anda, anda. Ponte al niño en el pecho y verás como sale el calostro.

Julián no creía en eso de los curas. Los curas eran cosa de ricos y para los ricos. Aún le dolía cuando en el entierro de su difunta madre, le faltaron dos duros, dos cochinos duros, y don Segismundo despidió al duelo en la primera cruz que encontró en la esquina de la primera calle. Por dos duros más, la habría acompañado hasta la puerta del camposanto para el último responso.
Aunque no creía en los curas, no quería dejar a su hijo sin padrino y él, quedar sin compadre, por eso pensó en bautizarle. Además su amigo Natalio le había dicho que sería generoso cuando los chiquillos cantasen eso de:
Padrino lagarto,
padrino lagarto.
Saque usted los cuartos
No lo gaste en vino.
Y échelos por alto….