21 diciembre 2006

Silencio en la plaza

Silencio en la plaza . Nerja

Se oía el silencio. Un rayo de luz entraba por el orificio de la ventana y formaba un camino donde las partículas de polvo entraban y salían a placer. De vez en cuando, una mosca atravesaba el rayo. Se hacia visible.
Un soplo de aire era suficiente para que las motas de polvo aumentasen su velocidad y pasasen por el camino raudas a perderse en la inmensidad de la habitación.
 El silencio era total, no circulaban coches por la carretera, y hasta que no entraba alguna bestia al banco del herrador no se escuchaba el repique del martillo en el yunque. Entonces se oía una música que no rompía la tranquilidad de la mañana.
Era un día de sol de invierno, la “recacha” estaba a tope. Todos los que no habían salido a trabajar al campo, se colocaban contra la tapia, al sol, protegidos del viento. Llevaban ya tantos días que no tenían nada que contar, hacía tiempo que había acabado la guerra. Las historias las tenían más que contadas. La rutina era diaria y hasta que no llegase la “temporá”, no había nada que hacer.
Durante la temporada era otra cosa, coincidía con el final del invierno, ya entrando la primavera, y el bullicio en la plaza cambiaba completamente.
Las reatas de mulos cargados de "cañadú" parecían no tener fin. Las bestias casi no hacían ruido, sólo se oía el ritmo del trote al caminar sobre el empedrado, conocían el camino y obedientes, no había que arrearlas. Todo lo contrario de cuando aparecía el carro de “Nazareno”, los bueyes eran muy torpes y la boca de José echaba lumbre, los votos retumbaban contra las paredes y parecían salir de la habitación, sobre todo cuando entraba al callejón de la Torna, donde su estrechez casi no permitía dar paso al carro.
El ingenio no estaba lejos y el humo de su chimenea inundaba todo el pueblo de olor a melaza. Muchos años más tarde, al pasar por Salobreña, recordaba al olor de juventud. En la vega del Guadalfeo, duraron los cultivos de caña de azúcar hasta nuestros días, y me venía a la memoria la retahíla de votos del “Nazareno”.
La “temporá” duraba unos meses, después de ella, ya no era lo mismo. Con el buen tiempo aparecían algunos coches por la plaza y los chiquillos formábamos remolinos a su alrededor, para ver con detalle la marca y todas las características. El que se llevaba la palma, era el "tiburón", nos parecía un coche de carreras y nos hacía soñar con recorrer otros mundos lejos de la tranquilidad de la Ermita.
Con los primeros coches aparecieron los primeros turistas, madrileños y franceses, que eran distintos a los forasteros que habíamos tenido hasta entonces. El ambiente de la plaza cambió.
La fonda de doña Rosario estaba a tope, ya no salían a la puerta sólo las vecinas. Los madrileños se unían a la tertulia y era más cosmopolita. La voz cantante la llevaban ellos y los del pueblo escuchábamos historias de otros mundos.
Lo que vino después ya lo conocemos, cerró la fábrica de azúcar, se acabó la temporá.  Nos dedicamos a criar turistas.
Por suerte también se acabaron las mañanas en la “recacha”.

Miguel Bueno

03 diciembre 2006

Paseo por Almijara en buena compaña


José “Pulguillas” apareció con un saco lleno a las espaldas, llevado como un zurrón, con dos tomizas de esparto sobre los hombros. Pensábamos dar la vuelta a la sierra, entrando por el barranco de los Cazadores a la Ventosilla, para seguir al Cuervo y bajar por el río Chillar. La vuelta sería en dos días, pero nos parecía excesivo el equipaje:
- ¿Qué traes en el saco?
- He echado los arreos para castrar. Si encontramos alguna colmena le sacamos la miel.
Además de José, subíamos “Carrucho”, el “Guti”, un inglés que se nos juntó y Miguel "el de la Plana” que suscribe.
En el barranco de los Cazadores, Carrucho nos mostró las covachas donde vivió en su juventud; donde ejerció de cabrero antes de entrar en la Guardería, y las galerías donde se refugiaba el maquis en la posguerra. José nos iba enseñando las plantas medicinales, desde la rúa a la mejorana, y nos explicaba cómo consumirlas para cada enfermedad.
Entre historias de curanderos y maquis llegamos a los Caños del Rey, donde manaba la única agua de toda esa zona de la sierra. Subimos a Navachica sin enterarnos.
Carrucho, antes de entrar de guardamonte, había ejercido de furtivo en sus ratos libres y aún oteaba a las monteses antes de verlas. Para mí que las olía a distancia. Nos señaló varios machos impresionantes, que después pudimos ver con sus prismáticos.
Al llegar al puerto de las Ventosillas nos encontramos con Alonso "el de la Civila” que tenía las cabras por esos pagos. El hombre hacía varios días que esperaba el hato, y al vernos parecía haber visto el cielo abierto, sobre todo cuando vio al “Pulguillas” vaciar su saco. Había echado hasta cafetera. Con la luces del atardecer cenamos como los dioses y charlamos al calor de la fogata. Alonso era callado, pero a Carrucho le gustaba el tema del maquis en la sierra de Nerja; no sé si el inglés cogía algo pero no se perdía puntada. Alonso en un momento, nos preparó bajo las estrellas unos lechos de alhucemas y la cama, aunque algo dura, olía a gloria. A mí me tocó dormir a su lado. Se pasó toda la noche:
- Miguel ¡qué noche tan calma hace!
- Sí, Alonso, se ven todas las estrellas.
El hombre estaba agradecido por la cena. Llevaba unos días sin comer caliente ni frío. Sólo tenía leche y el requesón, estaba esperando el suministro que no llegaba y no sabía cómo agradecer nuestras vituallas.
Al amanecer nos ordeñó unas cabras y con la cafetera de José... !ni en un hotel de lujo!. No sabía qué hacer para prolongar el desayuno con tal de no quedarse solo otra vez, pero no tuvo más remedio que despedirnos.
Salimos a Piedra Sillada, camino del Cuervo, por la cornisa. Con un pie en Granada, otro en Málaga y “los mismos” en mitad de la sierra. El “Guti” a pesar de su vértigo se portó como lo que es, un valiente, y pasó por la cornisa hecho un hombre, sin mirar atrás ni a los lados.
La bajada por el río Chillar fue dura, los caminos estaban cerrados y había que tirar por el agua, además se nos hacía de noche y el inglés nervioso se puso a correr. El Pulguillas nos tranquilizaba:
- !Dejarlo!, !dejarlo!, !ya parará! Nosotros a nuestro ritmo, cuando quiera oscurecer ya estamos en el carril.
- Las cosas hay que tomarlas con su tiempo.
Y me contó la historia del día en que se quedó sin poder salir de un tajo, donde se había descolgado para castrar unas colmenas:
- Cogí las albarcas y las revoleé. Encendí un cigarro y cuando acabé de fumar, tranquilamente, descalzo, salí con todos los arreos y la miel a cuestas.
Al llegar a la fuente del Esparto nos encontramos al inglés medio desfallecido. Nos despedimos con la intención de hacerle otra visita a Alonso, con más calma.
Más tarde me enteré que Alonso (q.e.p.d) se tomó unos días de asueto, bajó al pueblo y un coche lo envió más allá del puerto de las Ventosillas.