Mi primo Carlos era rubio, regordete, más bien bajo y con el pelo ensortijado. Todo lo contrario a mí, tiznado, larguirucho, orejón y con el pelo siempre tieso. Mi tío me llamaba “pino quemao”. Claro, los morenos éramos minoría en la familia y no estábamos muy bien vistos, parecía que fuésemos postizos, como venidos a menos. Siempre me contaban que la tizne la había metido mi abuela materna y contaminado a parte de la familia.
Volviendo al primo Carlos, tengo que decir que cuando iba a doblar una esquina inclinaba la cabeza para el lado contrario. A mí me llamaba tanto la atención que al caminar juntos por las calles del pueblo y acercarnos a una esquina, me retrasaba para verlo doblar la cabeza. Nunca me atreví a preguntarle porqué lo hacía, si temía pegarse con la esquinao se ayudaba en el cambio de dirección - como hacen las avestruces con el ala para girar mientras corren-.
Claro que mi manía era más preocupante aunque no se notase; en esa época al recorrer las calles, pensaba que tenía un doble que podía encontrarse en otro lugar y estaba haciendo lo mismo que yo. Si doblaba una esquina, aunque mantuviese recta la cabeza, el “doble” estaría doblando otra esquina en otra parte del mundo. No tenía preferencias por ningún país, pero generalmente me inclinaba por las Filipinas, donde había nacido mi abuelo, aún vivo, y que de vez en cuando me quería engatusar para que lo acompañase en su vuelta a Mindanao.
En Mindanao había dejado un cortijo que a caballo no se recorría en un día, y quería volver a recuperarlo. Aunque intentaba explicarle que los “gringos” cuando tomaron las Filipinas se quedarían con el cortijo, no me hacía caso y sacaba las escrituras de la finca. Estas las guardaba en una cajita de madera junto a su partida de nacimiento de Calamianes en la isla de Cayo. En su recorrer por toda la Península y la Gomera, desde la pérdida de Filipinas en el 1898, no se había separado jamás de ellas.
A lo que íbamos, mi primo Carlos (que dejó de tartamudear a la vuelta de su viaje de novios, muchos años más tarde), de niño echaba unas parrafadas largas, aunque no tuviesen ni pies ni cabeza; lo mismo hablaba de los conejos que criaba en el corral, que de una vecina con trenzas rubias que vivía en su calle; parrafadas que con la tartamudez se hacían interminables. Un día me contó que los tebeos del Capitán Trueno eran pura invención, que Goliat nunca fue gordo y que Sigfrid no era rubia. Yo estaba enamorado de Sigfrid y aquello me molestó hasta tal punto que cuando íbamos a cambiar los tebeos, lo hacíamos en quioscos distintos y por caminos diversos. El seguía doblando la cabeza en las esquinas, pero yo ya no lo acompañaba. Lo de Sigfrid me había dolido.
Sobre los diez años nos llevaron al internado en la capital.
El viaje era toda una epopeya. Hacíamos la ruta de Alhama en el taxi de Miguel “ El nota” con los colchones y las maletas en la baca. El “11 ligero” añadía una banqueta entre las dos filas de asientos traseros y todo el taxi se llenaba de niños y de piernas de los mayores que nos acompañaban. En aquella época no se “soplaba” y Miguel paraba en todas las ventas a matar el gusanillo. Tomaba una copa de anís Machaquito y en caso de que tuviese que enfriar el motor, a mitad de la cuesta del boquete de Zafarraya, caían varias. Mi primo no era muy observador, pero con su lenguaje, en un momento nos sorprendió : mirad , mirad.... que conejos tan... grandes.... Era una piara de cabras pastando tranquilamente cerca de la cuneta.
El colegio le sentó regular, pronto tomó la manía de meterse el dedo entre los botones de la bragueta y llevarlo rápidamente a la nariz. Estaba hablando contigo y en unos minutos podía hacer el trayecto varias veces, por lo que acababas acostumbrado y lo veías lo más normal del mundo.
Por Navidad volvíamos a casa. Venía a recogernos el taxi de Celestino. Celestino tenía otra historia. Durante una época había sido jefe de una tribu en Guinea y cuando iba conduciendo se le notaban muy bien en la cabeza las cicatrices de los mamporros que le dieron para alcanzar la jefatura. Como el viaje de vuelta lo hacíamos sin mayores, Celestino aprovechaba y nos contaba las aventuras con su harem en medio de la selva. Se notaba que ya era mayor y le gustaba recordar sus años mozos.
Mi primo con las historias verdes se ponía muy colorado y no paraba de meterse el dedo entre los botones de la bragueta para llevarlo después a la nariz.
Volviendo al primo Carlos, tengo que decir que cuando iba a doblar una esquina inclinaba la cabeza para el lado contrario. A mí me llamaba tanto la atención que al caminar juntos por las calles del pueblo y acercarnos a una esquina, me retrasaba para verlo doblar la cabeza. Nunca me atreví a preguntarle porqué lo hacía, si temía pegarse con la esquinao se ayudaba en el cambio de dirección - como hacen las avestruces con el ala para girar mientras corren-.
Claro que mi manía era más preocupante aunque no se notase; en esa época al recorrer las calles, pensaba que tenía un doble que podía encontrarse en otro lugar y estaba haciendo lo mismo que yo. Si doblaba una esquina, aunque mantuviese recta la cabeza, el “doble” estaría doblando otra esquina en otra parte del mundo. No tenía preferencias por ningún país, pero generalmente me inclinaba por las Filipinas, donde había nacido mi abuelo, aún vivo, y que de vez en cuando me quería engatusar para que lo acompañase en su vuelta a Mindanao.
En Mindanao había dejado un cortijo que a caballo no se recorría en un día, y quería volver a recuperarlo. Aunque intentaba explicarle que los “gringos” cuando tomaron las Filipinas se quedarían con el cortijo, no me hacía caso y sacaba las escrituras de la finca. Estas las guardaba en una cajita de madera junto a su partida de nacimiento de Calamianes en la isla de Cayo. En su recorrer por toda la Península y la Gomera, desde la pérdida de Filipinas en el 1898, no se había separado jamás de ellas.
A lo que íbamos, mi primo Carlos (que dejó de tartamudear a la vuelta de su viaje de novios, muchos años más tarde), de niño echaba unas parrafadas largas, aunque no tuviesen ni pies ni cabeza; lo mismo hablaba de los conejos que criaba en el corral, que de una vecina con trenzas rubias que vivía en su calle; parrafadas que con la tartamudez se hacían interminables. Un día me contó que los tebeos del Capitán Trueno eran pura invención, que Goliat nunca fue gordo y que Sigfrid no era rubia. Yo estaba enamorado de Sigfrid y aquello me molestó hasta tal punto que cuando íbamos a cambiar los tebeos, lo hacíamos en quioscos distintos y por caminos diversos. El seguía doblando la cabeza en las esquinas, pero yo ya no lo acompañaba. Lo de Sigfrid me había dolido.
Sobre los diez años nos llevaron al internado en la capital.
El viaje era toda una epopeya. Hacíamos la ruta de Alhama en el taxi de Miguel “ El nota” con los colchones y las maletas en la baca. El “11 ligero” añadía una banqueta entre las dos filas de asientos traseros y todo el taxi se llenaba de niños y de piernas de los mayores que nos acompañaban. En aquella época no se “soplaba” y Miguel paraba en todas las ventas a matar el gusanillo. Tomaba una copa de anís Machaquito y en caso de que tuviese que enfriar el motor, a mitad de la cuesta del boquete de Zafarraya, caían varias. Mi primo no era muy observador, pero con su lenguaje, en un momento nos sorprendió : mirad , mirad.... que conejos tan... grandes.... Era una piara de cabras pastando tranquilamente cerca de la cuneta.
El colegio le sentó regular, pronto tomó la manía de meterse el dedo entre los botones de la bragueta y llevarlo rápidamente a la nariz. Estaba hablando contigo y en unos minutos podía hacer el trayecto varias veces, por lo que acababas acostumbrado y lo veías lo más normal del mundo.
Por Navidad volvíamos a casa. Venía a recogernos el taxi de Celestino. Celestino tenía otra historia. Durante una época había sido jefe de una tribu en Guinea y cuando iba conduciendo se le notaban muy bien en la cabeza las cicatrices de los mamporros que le dieron para alcanzar la jefatura. Como el viaje de vuelta lo hacíamos sin mayores, Celestino aprovechaba y nos contaba las aventuras con su harem en medio de la selva. Se notaba que ya era mayor y le gustaba recordar sus años mozos.
Mi primo con las historias verdes se ponía muy colorado y no paraba de meterse el dedo entre los botones de la bragueta para llevarlo después a la nariz.
6 comentarios:
Amigo Piedra: he leído y releído tu historia con gran interés y, como siempre, tocas mi fibra más sensible. La vida está llena de anécdotas y modestas historias que, si se cuentan como tú lo haces, pueden ser verdaderas perlas literarias. Pero esta vez, con la historia de tu primo Carlos doblando las esquinas, me he reído a placer. Sigue por ese camino que vas bien. Un abrazo
Amigo Cabre, como me has dicho otras veces, hay que aprovechar la racha, que las musas no siempre son tan generosas.
Espero que sigas disfrutando de mis pequeñas historias; a ver si lo consigo. Gracias.
Un abrazo
Creo que Cabre lo ha expresado perfectamente, una anécdota sencilla puede ser un excelente relato si sabes llevarlo, como tú lo haces.
Esperemos que tus musas sigan tan laboriosas como ahora, que es todo un gusto.
Miguel:Tu relato no podia por menos que gustarme aparte de por tu buen hacer(aqui sonido de violines)por tratar de cosas que nos llegan a los maduritos y nos hacen recordar nuestros desplazamientos para desilvestrarnos.¿Dices que vas a relatar tus tiempos de escolapio?Ya estoy esperandolo
Nofret, gracias por pasar por esta tu casa. A ver si sigue la racha y podemos disfrutar de algunas historias.
Un abrazo
Manolo, los años con los escolapios fueron tan duros, que creo que por defensa he hecho un lavado mental de aquella época, y no me apetece recordar nada. Expresiones
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