El halcón peregrino otea el mar, se sorprende por el ritmo incansable de las olas, que unas veces se preparan extendiendo un manto de espuma blanca, como pidiendo permiso a la arena para poder llegar a tierra, y otras, directamente, se acercan a las rocas levantando al cielo la blancura, haciendo exhibición de su fortaleza.
El peregrino ha dejado un momento la tierra a los caminantes de Santiago, se asoma a la mar, reconoce que está bella, ni enfurecida a lo bravo, ni vencida impotente ante la inmovilidad del acantilado. Hoy parece querer hacer las paces con el arenal y extiende lentamente el agua a sus pies sin osadía, sin molestar.
El ave no levanta el vuelo, no necesita elevarse para guardar su territorio, tranquila, se sabe dueña del espacio entre el mar y la tierra, nadie le disputa su reino. Vendrán otros días en que otros “pájaros de ciudad” querrán compartir tanta belleza y no tendrá más remedio que refugiarse en sus cuarteles de verano, allá en lo más alto de la sierra, pero ahora la playa está desierta.
Fotografía: arenal de San Martín (Llanes).