18 mayo 2007

Alhambra




Te colocabas la chaqueta cruzada de color azul marino, los pantalones a la rodilla y la corbata de falso nudo sujeta con el elástico, y después de darle un repaso a los zapatos ya estabas listo para la aventura.
Como todos los jueves por la tarde formabas la fila de a tres y atravesando el puente romano entrabas en la ciudad. La fila era sagrada, ni la reatas de burros la podían interrumpir y como un largo ciempiés se encaminaba cuesta Gomérez arriba hacia la Alhambra.
Al llegar a la fuente de Carlos V, rompíamos filas y reponíamos fuerzas en los mismos caños. En esa época no existían los carteles indicando si el agua era potable o no.
Entrábamos por la puerta de la mano y la llave. Siempre nos recordaban que cuando la mano se juntase con la llave, vendrían los moros a llevarse la Alhambra. No hacíamos caso, y libres nos disponíamos a tomar, nosotros, posesión de ella. Por una tarde sería sólo nuestra. A los turistas aún se les llamaba franceses y eran tan escasos que no se les veía, y a los granadinos les cogía tan a desmano que nadie subía.
La primera parada era en la casa de fotos donde disfrazaban de moro. Nos gustaba ver los retratos de tantos jeques, entre cojines, rodeados de sus moras en el harén, y nos imaginábamos otros mundos posibles lejos de la sordidez del internado.
Después, algunos, entrábamos al patio de los Arrayanes y, sería por la quietud del agua en la alberca o el reflejo de celosías y mocárabes, dejábamos de correr y soñábamos con mirar a través de esas celosías esos mundos pasados que habíamos visto antes en las fotos.
En el trayecto hacia el patio de los Leones, queríamos entrar por todos los rincones de puertas y pasillos cerrados y veíamos desde uno de ellos los tragaluces de la zona de baños como estrellas en el cielo. Nos habían contado que arriba, en la sala de los baños, se colocaban los músicos ciegos para animar a las bañistas sin verlas. ¡Qué pena!
Los leones nos parecían feos, como sin acabar, pero el bosquete de columnas tan blancas y tan finas nos permitía jugar a entrar y salir rodeándolas una y otra vez para acceder a las salas. A mí me gustaba la sala del Trono, desde sus ventanales miraba a los cipreses del Albaicín y las antiguas murallas de la ciudad. En la sala de la fuente con la sangre de los moros, me quitaba las gafas para ver en los cristales el reflejo del cielo a través del techo, era un rito que hacía siempre. Alguien me enseñaría y todos lo hacíamos. La sangre, decían que era de los moros degollados allí mismo por haberse rebelado contra el sultán.
Mucho más tarde me dijeron, que las hornacinas a las entradas de las salas no eran para dejar las babuchas sino para colocar los perfumes.
Antes de subir a la torre de la Vela, nos llegábamos al quiosco del patio de armas y pedíamos un vaso de agua fresca del aljibe. No me explico como no se cansaba de tantos chiquillos, y siempre nos servía el agua sin protestar. Alguno quizás se tomase alguna vez una Coca–Cola. En la subida a la torre no dejábamos de leer la lápida con eso de “Dadle limosna mujer, que no hay mayor desgracia que ser ciego en Graná,” que firmaba un poeta. Me imagino que la lápida ya no estará y la vista de la vega con la torre de los Escolapios en los límites de la ciudad no será la misma.
Tampoco está ya la tienda donde alquilaban los trajes de moros, ni la soledad de patios y jardines, pero es tan bella que, aunque compartida, la Alhambra sigue siendo emocionante. Algunas veces he subido con mis hijos, y sentado en los jardines del Partal me he dejado fotografiar por los turistas.

Fotografía de Miguel Bueno.