19 julio 2019

Orbaya en Pacanda

Vibran los azules y los verdes.
Orbaya tan suave que apenas se divisa.
Las tejas dejan sus gotas sobre las hortensias. Van cayendo al ritmo de la música de los yoqueros, que repican desde el fondo del valle.
Vibran azules y verdes.
Vibran  las hortensias, mientras el orbayo cubre de perlas blancas las briznas de hierba.
Mañanas de Pacanda.
La lavandera, con su grácil baile de cola, se acerca previsora al comedero,  libre ahora de gorriones.
El pizpireta petirrojo sigue sus pasos a saltos cortos, hasta llegar al pan tierno, no le gustan las cortezas.
Esta mañana madrugó el arrendajo, con sus llamativos azules y blancos en su fondo pardo, vino a desayunar en Pacanda.
Hoy las rosas están tristes, ellas prefieren el sol, al orbayo, pero destacan su silueta amarilla, rosa y roja sobre el verde del prado, al pie del verde oscuro de las encinas.
El rebaño de casinas toma la mañana con calma, saben que tienen el pasto asegurado y no lo prefieren tan mojado. Se tumban a rumiar lo ya comido.
El maíz parece que lo estiran, agradecen este agua fina y crece deprisa al resguardo del jabalí.
Los gorriones vuelan rápido, como si en ello le fuese la vida, descansan un momento en la maraña del acebo, y salen raudos hasta la altura de la jacaranda, para divisar el prado desde lo alto. Lo miran todos los días, pero les ocurrirá lo mismo que a nosotros. No se cansan de mirar cómo van cambiando, día a día, las flores de Pacanda.

Piedra

02 julio 2019

Obispos en pena. 

Desde que nos invadieron las placas de inducción, quedaron inmóviles esperando el santo advenimiento.
Ya no repican las campañas. Ni tocan a difuntos. 
Desde que las chimeneas quedaron en su ser, quedó el tiempo en pasado y ya no es lo que era.
Ni los obispos usan báculo, ni las chimeneas humean. 
Para oír un repicar de campana hay que estar  oído avizor en plaza Nueva, al pie de la torre La Vela y esperar el cambio de riego en la Vega de Granada. 
El día 2 de febrero con la Candelaria empieza el turno, para sembrar los ajos en los pagos de la huerta de San Vicente y Tamarit. 
Ya pasaron los fríos del invierno y terminando la primavera, se podrán hacer las sopas de ajo con una rodaja de pan frito a los viejos desdentados y de esa forma, festejar que llega un nuevo verano para poder bañarse en la acequia  Grande,  aquella que trae el agua fresca de sierra Nevada, Genil abajo.

A mi me gustaba jugar en la acequia Grande. 
En invierno hacia galerías con varias chimeneas en su talud de arcilla. Quemaba las secas hojas de los plátanos de sombra y esperaba que el humo saliese por ellas, para hacer señales de indios a los curas que vigilaban el recreo en aquel patio de los Escolapios. 
Con el buen tiempo, ya en primavera, hacia canales para desviar el agua y me entretenía con los pececillos que entraban en ellos. 
Ya no está la huerta donde iba a coger caquis antes que los curas se comieran la cosecha. 
Ni la acequia Grande rodea el patio de recreo. 
Ya no suena la campana de la Torre de la Vela, ni los curas usan sotana, ni los obispos sombreros de ala plana. 
Ya no paso mis tardes mirando a las bandadas de estorninos bajar de la sierra para dormir en la Vega. Ni me tumbo en el suelo para soplar las hojas húmedas en el talud de la acequia Grande de Granada.
Ahora miro por la ventana de Pacanda y veo muy cerca los años de mi niñez junto a la acequia Grande. 
Me parece mentira que haya pasado el tiempo tan rápido y yo sea el mismo de aquel niño de babero caqui, interno en un colegio de curas, tan lejos de casa, allá en Nerja.

Piedra