Nací en el límite. La frontera era Granada. De niño me gustaba jugar sobre los mojones con un pie en Málaga y otro en Granada, pero por esa tierra de montañas agrestes que hunden sus raíces en la mar no pasaba el tren. La única referencia que tuve de él, eran las historias que mi madre me relataba de los viajes con el abuelo.
El abuelo tenía "culo de mal asiento" y casi todos los años pedía en el concurso de traslados.
- Marianica, déjale que se vaya, así mientras busca casa y nos reclama, descansamos un tiempo. Decía mi tía abuela a su hermana.
De esa forma habían recorrido media España, dejando en cada pueblo un Manolo. Me contaba del Manolo de Cádiz, del Puerto de Santa María, de Rute, e incluso del de Seo de Urgell.
La historia era siempre la misma; casi todos los años nacía un crío que al llegar el verano subía al cielo, pero claro, subían de media España y cada uno hacía su ruta. El que más tiempo duró fue el de Aranjuez. Las aguas del Tajo en esa época bajaban claras y el niño aguantó los calores de su primer verano.
Me gustaba escuchar las historias de esos viajes en tercera. Lo primero que hacía la abuela era ponerle un guardapolvo a cada uno de los niños. Aparte de los Manolos que se iban trasladando al limbo (en esa época aún estaba abierto), la familia tenía una hembra y dos varones, los tres mayores, que sin saber la causa se criaban con salud y llegarían a viejos. Bueno, el menor de los tres, Antonio, murió de una bala perdida en el frente del Ebro, y aún me parece estar viendo a mi abuela bajar al patio de la casa para charlar con su espíritu.
Naturalmente, los traslados se hacían con los cuatro bártulos. Recuerdo las peleas con mi hermano por una silla determinada que conservaba bajo el asiento una etiqueta con los datos de un viaje. La cosa llegó a tal punto que, a pesar de que mi madre la había raspado con estropajo de esparto, seguíamos con la disputa al reconocer la diferencia de su asiento más claro con respecto a las restantes. Durante muchos años lo único que conocí de los trenes fue por las historias de mi madre. Me imaginaba un tren echando humo y poniéndolo todo negro de carbonilla. No sé cómo, pero incluso llegaba a imaginarme el ruido de las bielas sobre los raíles.
Vi por primera vez de cerca un tren el año en que mi madre me llevó a hacerme el primer traje con pantalones largos a un pueblo cercano. El sastre vivía cerca de la estación y cuando reconocí el tren, éste no se parecía en nada a esos trenes imaginados en mi niñez. Ni echaba humo, ni la locomotora hacía ese ruido; tenía un solo vagón y estaba pintado de verde. Después lo vi muchas veces andando - más que corriendo - por la orilla de la mar, tan cerca de las olas que cuando la mar se molestaba no lo dejaba pasar.
Como corría entre el mar y la carretera, cuando iba en el camión de mi padre le retaba a una carrera imaginaria. Pepe, el chófer, parecía darse cuenta, aceleraba el "Pegaso" y de esa forma adelantábamos al tren. Más tarde me enteré que la "cochinilla" no era un tren de los de verdad; era de vía estrecha y por eso no se parecía a los soñados por mí.
Mi primer viaje en tren fue el día en que no iba a declararme.
Era ya mayor de edad y estando en Córdoba, compré el billete de tercera en el "correo" a Málaga. Los recuerdos de los viajes de mi madre con los abuelos me vinieron a la memoria, y lo primero que hice fue sacar una camisa de pijama y colocármela encima de la ropa para no mancharme con la carbonilla. Cuando me senté en mi vagón nadie llevaba guardapolvo, tampoco se extrañaron de verme con el pijama. Inmediatamente se rompió el hielo, se formó un corrillo y empezaron a contar los daños de la riada en los campos de su pueblo.
El viaje era lento, de vez en cuando parábamos en un descampado solitario rodeado de tierra calma. Imaginaba que era para coger agua, como había visto en alguna película del "Oeste". Aunque intentaba mirar por la ventanilla, no observaba ninguna operación de avituallamiento. A lo lejos se veía algún cortijo blanco con su palmera en la portada, pero no podía adivinar lo que hacíamos tanto rato parados en aquellos descampados
Otras veces atravesábamos campos de olivos y extasiado por su regularidad y belleza me salía la vena de poeta. Una pena, solo recuerdo un verso: "Botones de plata que ciñen la tierra...".
Llevaba ya toda una mañana en el tren, cuando los vecinos empezaron a sacar sus tarteras y ponerse a comer. Al darse cuenta de que yo no había echado hatillo, me ofrecieron de sus viandas. Sólo probé un trozo de pan con tocino veteado.
El tren seguía su caminar -es un decir-, y esperaba que parase en alguna estación con cantina donde poder tomar algo caliente. No fue tal el caso. Paraba muchas veces, siempre en los lugares más desiertos.
Sería ya sobre las cuatro de la tarde cuando, no sé cómo, apareció un vendedor de bocadillos de tortilla de papas. Los pregonaba a voces y los ofrecía calientes de una canasta de cañavera. Como por vergüenza no había comido casi nada, le compré uno y, cuál fue mi sorpresa, cuando al tirar el primer bocado, unos como hilos seguían uniendo la tortilla al trozo que mantenía en la boca y aunque estiraba el brazo, no conseguía separar el bocado de la tortilla. No podía imaginar la clase de huevo de que estaba hecha, pero mis ganas de comer eran mayores que los escrúpulos y pegando tirones acabé con el bocadillo.
Con suerte terminé el almuerzo antes de llegar al "Chorro", lugar que no conocía. Los compañeros de viaje me avisaron para que no me lo perdiese, y mirando por la ventana entre túnel y túnel, pude disfrutar del desfiladero con el "camino del rey" colgado en la mitad de la pared de roca.
Al acabar el desfiladero el valle se abría en un vergel de naranjos y limoneros, y ya entraba por la ventana el aroma de la mar cercana.
Arriba se veía un castillo. Tenía fresco el romance de "Álora, la bien cercada" y mentalmente lo recitaba, recordando los años de colegio.
Con la tarde caída, llegamos a Málaga. Antes de bajar me despedí de Frasquito, mi compañero de viaje, con el que después de un día casi entero charlando llegué a congeniar de tal forma que aún siento, no haber ido a su pueblo a conocer a su mujer y a sus hijos como le prometí aquella tarde.
Hoy hace cuarenta y tres años, ocho meses y veinticuatro días de mi llegada a Málaga en ese tren, y siento como aquella tarde, el escalofrío que recorrió todo mi cuerpo la primera vez que tomé la mano de la madre de mis hijos y abuela de mis nietos.
- Tranquila, no vengo a declararme. Le dije cuando nos sentamos en aquel banco del andén. La estación tenía una filigrana de hierro que el sol del atardecer iluminaba. Sin palabras nos quedamos un rato mirando la puesta de sol.
El último viaje que hice con mi mujer fue hace unos días en el tren de Florencia a Siena. Enfrente teníamos a dos tortolitos haciéndose carantoñas y, de envidia, nos cogimos de la mano para ir contando los cipreses en las colinas de la Toscana.