Mientras acariciaba el mudo instrumento musical, recordaba las mañanas de los domingos cuando entraba en la Plaza Mayor a escuchar los pasodobles que desde la glorieta tocaba la banda del pueblo. Se colocaba bajo la gran palmera que vio crecer desde pequeña; en aquel entonces, para protegerla le ponían un barril de madera alrededor y hoy ya superaba la altura del ayuntamiento.
Este mediodía, seguía el compás de la música por los movimientos de la batuta del director. El pasodoble lo recordaba de memoria, pero un movimiento brusco le delató que algo había cambiado.
Entonces vino a darse cuenta de que los músicos eran otros, en lugar de sus uniformes azul oscuro con las charreteras doradas como generales sin mando, la banda vestía de colorines variados. Una gama de verdes, rojos y amarillos daba tal colorido a la glorieta que pareciera que el arco iris de Noé se hubiese posado sobre ellos. No podía explicarse cómo no lo había visto anteriormente. Era dura de oído desde que pasó las paperas, pero la vista la tenía como los linces.
Hizo un recorrido mental de sus pasos esa mañana; se había levantado con el pie adecuado, el derecho; pero ese no fue el caso cuando pisó la calle tras el escalón de su casa. Recuerda muy bien que tuvo que volver a echar el pie al darse cuenta de que pisó con el izquierdo. No le dio importancia en principio, pero un resquemor le quedó en su mente.
Cuando caminaba por la calle Ancha camino de la Plaza Mayor, se cruzó con Juan que siempre la saludaba, y hoy volvió la cabeza como si no la viese. Juan era un antiguo pretendiente que sin saber la causa no llegó a cuajar, pero nunca le había negado el saludo. Quiere incluso recordar una época, en que Juan le acompañaba en el paseo hasta el templete de los músicos y allí se despedía. A él no le iba la música cargada de bombo.
Al entrar en la plaza, no lo hizo como siempre por el lado de la palmera. Sin saberlo, se encontraba junto a los pacíficos, esos que iban cambiando de color con el tiempo: empezando con flores blancas y acabando rosadas antes de marchitarse.
De pronto miró alrededor y vio a otras gentes, como de otros sitios, con otros ropajes; unos llevaban chaqueta pero con pantalón corto a la rodilla, otros un traje talar, el de más allá se cubría con un sombrero a lo tejano, el otro vestía como un arlequín; el cura parecía un canónigo con los botones de la sotana rojos, y el guardia civil con su tricornio llevaba unos bigotes tan enormes que le salían al mirarlo de espalda.
En ese momento al ver los bigotes tan hermosos, cayó en cuenta de que había llegado don Carnal, y ella no sabía cómo había sido.
2 comentarios:
Hola Piedra. :-)
Gracias por ir a visitarme, ¡me gustan tanto tus palabras!
Ya lei este relato tuyo en Algoparacontar, pero quiero dejarte aqui otra felicitacion; me recuerda tanto tus escritos otros tiempos. Me gustaba don Carnal antes y en mi casa todos nos disfrazabamos, desde mi abuela, mi padre, mi madre, mis hermanas y yo misma. Ya no. Todo termina. Al menos disfruto con tus relatos.
gracias y abrazos.
Espuma
perdona, sigo sin acentos. :-(
Mi querida Espuma, qué alegría verte en esta tu casa después de dejar la tuya tan bien arreglada.
A mi me ocurre algo parecido con los carnavales, pero no pierdo la esperanza de animarme el año próximo.
Un abrazo lleno de expresiones.
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